pasado por ellas, cómo puede haber cabido aquí
tanto orgullo, tanta felicidad, tanto esplendor?
--Vuestra Alteza me colma de satisfacción al suponer que yo he traído
cuanto acaba de manifestar.
Dichas estas palabras, Aramis se acercó a la puerta y llamó a
ella con los nudillos.
Casi inmediatamente después el carcelero abrió, acompañado
del gobernador, quien, devorado por la in-
quietud y el temor, empezaba a escuchar a la puerta del calabozo.
Por fortuna ninguno de los dos interlocutores se había olvidado de bajar
la voz, aun en los más impetuo-
sos arranques de la pasión.
--¡Qué confesión tan larga! --dijo Baisemeaux haciendo un
esfuerzo para reírse. --¿Quién dijera que un
recluso, un hombre poco menos que difunto, pudiese haber cometido tantos y tan
largos pecados?
Aramis guardó silencio. No veía el instante de salir de la Bastilla,
de la que aumentaba en tercio y quinto
el peso de las murallas el secreto que lo abrumaba.
--Hablemos de negocios, mi querido gobernador, --dijo Aramis así que
hubo llegado al aposento de
Baisemeaux.
--¡Ay! --exclamó por toda respuesta el gobernador.
--¿No tenéis que pedirme mi recibo por ciento cincuenta mil libras?
--dijo el prelado.
--Y pagar el primer tercio de ellas. --añadió el pobre gobernador
exhalando un suspiro y adelantando
tres pasos hacia su armario de hierro.
--Aquí está el recibo, --dijo Aramis.
--Y aquí está el dinero, --repuso Baisemeaux lanzando una sarta
de suspiros.
--La orden sólo me ha dicho que os entregara un recibo de cincuenta mil
libras, --dijo Herblay, --no
que yo cobrase dinero. Adiós, señor gobernador.
Aramis salió, dejando a Baisemeaux más que sofocado por la sorpresa
y la alegría, en presencia de aquel
regalo regio hecho con tal desprendimiento por el confesor extraordinario de
la Bastilla.
LA COLMENA, LAS ABEJAS Y LA MIEL
Después de su visita a la Bastilla y a toda prisa llegó a San
Mandé el obispo de Vannes.
Toda la parte izquierda del piso primero estaba destinada a los epicúreos
más célebres de París y al los
más familiares de la casa, ocupados cada cual en su puesto, como abejas
en sus alvéolos, en producir una
miel destinada al panal real que Fouquet pensaba servir a Su Majestad durante
las fiestas.
Pelissón, meditaba el prólogo de los Importunos, comedia
en tres actos que debía hacer representar
Mojiere; Loret escribía anticipadamente la crónica de las fiestas
de Vaux; La Fontaine iba de uno en otro,
como de flor en flor las abejas, distraído, incómodo, insoportable,
zumbando y susurrando a la espalda de
cada uno mil impertinencias poéticas. Y tantas incomodó a Pelissón,
que éste levantó la cabeza y le dijo
con voz destemplada:
--A lo menos tomad para mí un consonante, ya que os paseáis por
los jardines del Parnaso.
--¿Qué consonante deseáis? --preguntó el fabulista,
como le llamaba la Sevigné.
--Un consonante a luz.
--Capuz, --respondió La Fontaine.
--¡Hombre! no cuela hablar de capuces cuando uno ensalza las delicias
de Vaux, --dijo Loret.
--Además de que luz y capuz no consuenan, --repuso Pelissón.
--¡Cómo que no consuenan! --exclamó La Fontaine con ademán
de sorpresa.
--No; yo advierto que tenéis una costumbre malísima, tan mala,
que a ella deberéis el no llegar nunca a
ser verdadero poeta. Rimáis que es una lástima.
--¿De veras opináis así, Pelissón? --dijo La Fontaine.
--De veras. No olvidéis que un consonante nunca es bueno cuando puede
hallarse otro mejor.
--Digo que toda mi vida seré un jumento, mi querido compañero,
--dijo La Fontaine exhalando un
profundo suspiro. --Por lo que se ve, rimo desastrosamente.
--Hacéis mal.
--¿Lo veis? soy un faquín.
--¿Quién dice tal?
--Pelissón. ¿No me habéis dicho que yo era un faquín,
Pelissón? Pelissón absorto otra vez en la compo-
sición de su prólogo, se guardó de contestar.
--Si Pelissón ha dicho que erais un faquín, --repuso Moliére,
--os ha inferido una ofensa grave.
--¿De veras?
--Y pues sois noble, os aconsejo que no dejéis impune tal injuria.
--¡Ay! --exclamó La Fontaine.
--¿Os habéis batido alguna vez?
--Una, con un teniente de caballería ligera.
--¿Qué os hizo?
--Parece que sedujo a mi mujer.
--¡Ah! --repuso Moliére palideciendo ligeramente.
Pero como al oír lo que acababa de decir La Fontaine, los demás
habían vuelto el rostro. Moliére conser-
vó en sus labios su burlona sonrisa, y continuó haciendo hablar
al fabulista, a quien preguntó: